domingo, 10 de junio de 2012


Montevideo Colonial 
(fragmento)

“Nada nos puede dar una idea más exacta de lo que era Montevideo Colonial, que revivirlo con ayuda de la imaginación. Os acompañaré, pues, y nos transportaremos a aquella lejana época de nuestros  antepasados, con su plácido romanticismo; así –como descorriendo un gran telón en el Tiempo– podremos rever el pasado histórico, en la 2ª mitad  del siglo XVIII y la 1ª del siglo XIX. (…) En las esquinas, lucían candilejas nutridas con grasa de potro, que también alumbraron hogares humildes. En las casas patricias, en ostentación de lujo, quemaban largos velones, en labrados candelabros de tintineantes caireles y valiosa plata. Hay –en la existencia de esta gran aldea– un definido reposo, que se percibe en sus típicas construcciones, y en el ambular pausado de su gente. Las casas son achaparradas; algunas, con azoteas; otras, tienen techos a dos aguas, con tejas escarlatas; y gira, allá en lo alto, la infaltable veleta de hierro, con historiadas siluetas de animales o figuras humanas. Se advierten sobriedad y limpieza  en los muros lisos,
aromados de guaco, jazmines y madreselvas, que escalan los tapiales. Los enjalbegados frentes, lucen severas molduras, ornamentos, columnas, pilastras, y ondulados frontones. Algunas de las fuertes puertas coloniales, se guarecen bajo las sombrías pestañas de las arcadas. Estas entradas –inconfundibles por sus tablazones– muestran hermosos clavos, con labradas cabezas. Los dinteles, de nobles maderas, ostentaban –con española altivez– rotundas leyendas cervantinas. A menudo, el barroquismo, con arrestos inquietos, lograba romper la uniformidad de esta clásica arquitectura, especialmente cuando se levantaron las primeras casas de altos. (…) Las mujeres pasean, ondulando su amplia y susurrante falda acampanada, armada

graciosamente por el miriñaque. Hay un cuchicheante frufrú de almidonadas enaguas. Van las damas, erguidas y arrogantes. Sobre el busto, lucen finos encajes. ¡Con qué donaire, cierra la gracia de un cuello de tul, un heredado camafeo, con la imagen de la Pompadour! Completa la estudiada coquetería, el
abanico, con arabescados dibujos de nácar y oro. Las aristocráticas manos, se enguantan con elegantes mitones de encaje; los pies diminutos, se enfundan en medias de seda, y se calzan con zapatos de raso. Es difícil transitar cerca de estas damas, porque lucen –sobre los lustrosos “tirabuzones”– los gigantescos peinetones de carey, diseñados por el andaluz don Manuel Mateo Masculino. Algunos, alcanzan un metro de diámetro,  y lucen inscripciones. Cuando se referían a la Federación y llevaban figuras de Rosas, merecieron caricaturas humorísticas en los diarios del aquel entonces. Cuando no lucían peinetones, damas y damitas acomodaban, sobre complicados peinados, graciosas pamelas ornadas de exóticas plumas. Un hálito perfumado dejaban tras ellas; el de los importados polvos de arroz, que perlaban los rostros resplandecientes, y el de los extractos franceses, mezclado con el olor de la criolla agua florida… Eran damas de tertulias con música romántica y versos quejumbrosos, que salían a la calle solo para ir a misa o a los espectáculos del Recinto. Los enamorados tenían sus citas a la distancia, e hilvanaban suspiros
de acera a acera… Ahí van, las niñas de conspicuas familias, acompañadas de padres y familiares, seguidas por algún pretendiente más osado. Todos, son acicalados patricios, de picudas patillas y afelpados galerones; hay altivez y gallardía en el porte de estos caballeros, que hacen remolinear sus lujosos
bastones. (…) Después, vendrá la hora del sarao, en los salones de las casonas; entre el parpadeo de las velas, los esclavos o sus descendientes 3 libertos, cebarán el mate tradicional, o servirán el chocolate con picatoses.
Mientras otros esclavos, en el tercer patio –donde se les tenía relegados– se afanan en el trajín habitual de las tareas hogareñas y –muy frecuentemente– en el desempeño de menudos oficios, que llegaron a  constituir verdaderas industrias caseras, de variadas mercancías que luego saldrían a vender por las calles, con la cantilena de los musicales PREGONES, que hemos querido despertar, como si convocáramos con reverencia, voces de un tiempo perdido, con acento de tradición y perfil histórico. En su momento, marcaron el lírico ritmo a un Montevideo que subyugaba a los viajeros  que lo visitaban,
llevándose no sólo la nostalgia del recuerdo, sino  constancias escritas y gráficas, que tanto nos han auxiliado en la devota  reconstrucción que aquí ofrecemos.”

Rubén Carámbula
Extraído de: Pregones del Montevideo Colonial (1968)

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